Las paradas del bus se hacían eternas.
A veces se levantaba alguien del asiento de al lado y me dejaba respirar. Pero si algo era cierto es que nadie se atrevía a sentarse en el asiento enfrente mía.
Aquel día mis moratones por mis brazos se dejaban notar mucho.
Las palizas se habían vuelto demasiado seguidas.
Los golpes.
Los insultos.
Los escupitajos.
Hasta que en la décimo tercera parada del día se sentó alguien.
Alcé la mirada y me salvaron unos ojos negros del olvido.
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